La noche es la mitad de la vida. Es el otro lado de la existencia: cuando la luz desaparece y el mundo cambia de piel, dando paso a un mundo de sombras y reflejos. Mientras el día nos empuja con prisas, ruido y miradas que no se detienen, la noche nos devuelve el tiempo: lo estira, lo llena de susurros, nos obliga a sentir.
Las calles duermen, pero nunca mueren. La farola solitaria que parpadea en la esquina desierta, esa ventana iluminada que quizá delata a un insomne sin rostro absorto en sus pensamientos, el paso lento de un desconocido que resuena como eco de profundos pensamientos. En la noche, la ciudad se desnuda de artificios y muestra su alma.
Pero la noche también es el territorio de los miedos que el día esconde con su luz. En la penumbra, todo lo cercano se convierte en sombra, no solo las cosas, también sucede en la mente: pensamientos que se retuercen, pesadillas recurrentes, rostros queridos en situaciones inciertas, miedo de perder lo que más atesoramos. Y aunque todos los días el sol despierta y el día avanza inexorable, el eco de esos sueños permanece como el sonido incesante de una voz que insiste en seguir susurrándonos.
Hay quienes temen a la noche y la evitan, quienes la ven como un abismo de incertezas e inseguridades. Aun así, la noche no es solo tinieblas. Es el escenario donde nacen los sueños, donde nuestra imaginación no tiene límites y donde las almas inquietas encuentran refugio. Es también escenario de secretos compartidos en voz baja, de encuentros furtivos, de soledades que se acompañan con el parpadeo lejano de una ciudad que nunca duerme del todo.
Y si el día nos empuja a vivir hacia afuera, la noche nos anima a mirar hacia dentro. Y es en ese juego de luces, sombras, silencios y melodías lejanas e incomprensibles, que descubrimos que esa oscuridad también es vida. La mitad de ella.
Aunque al levantar la vista el cielo siga gris y con grandes nubarrones negros, como si el invierno se resistiera a marcharse, solo tenemos que bajar la mirada y fijarnos bien. La naturaleza nos cuenta otra historia: la danza silenciosa de la primavera ya ha comenzado.
Algunas flores lucen espectaculares, completamente abiertas sobre el fondo de un verde intenso; otras aún son capullos de esperanza. No importa lo que diga el cielo, la vida sigue su curso, despertando una vez más del letargo.
La primavera no anuncia su llegada con estruendo, simplemente llega.
Sereno, el río Guadalquivir sigue su curso en la tarde bajo los nubarrones de estos días grises, mientras que el alma luminosa de Sevilla brilla con cada rayo de sol que aparece de cuando en cuando…
En el Parque Arqueológico de Neapolis, en Siracusa, se encuentra estaNascita di Venere. Su título evoca la clásica diosa, símbolo eterno del amor y la belleza, emergiendo de las aguas. Sin embargo, esta Venus es completamente diferente, ni es perfecta, ni es etérea. Cubierta de vendas, fragmentada, tiene grietas y vacíos; huellas del paso del tiempo, cicatrices que cuentan historias… Es vulnerable.
Otra figura femenina está junto a Venus, ayudándola, sostiéndola, acompañándola en esa continua transformación, como símbolo del apoyo y la fuerza compartida entre mujeres. Las figuras masculinas quedan en segundo plano, como testigos silenciosos.
Hoy, 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, esta imagen cobra más relevancia: nos recuerda lo importante que ha sido y es la sororidad, de cómo las mujeres han sabido sostenerse unas a otras a lo largo de la historia, impulsándose en un mundo que muchas veces las ha querido fragmentadas o incompletas.
El nacimiento de esta Venus no es único y perfecto; mas bien es un renacer continuo, una búsqueda constante. Y tal vez, al pararnos frente a ella, podamos reconocernos en nuestra propia transformación, y en la de todas aquellas que nos han ayudado a ser quienes somos.
(Xálima)
Foto: Nascita di Venere (Parco archeologico della Neapolis, Siracusa)
Caminar por ciertos lugares no es solo un simple paseo. Esas fachadas expuestas a un sol incendiario, el murmullo de conversaciones lejanas, los irresistibles aromas, las mesas vacías esperando a los próximos visitantes… Al detenerme frente a ese puesto de frituras, todo cobraba sentido: mi viejo álbum de recuerdos se abría. Sonidos, olores y sabores que creía haber olvidado volvían nuevamente; instantes felices, guardados en algún rincón de mi memoria, despertaban.
No solo se trataba de comida lo que estaba viendo y fotografiaba, era una experiencia que me conectaba con lo sencillo, con lo auténtico. En medio del ir y venir de la gente por esas calles empedradas, rodeadas de imponentes edificios, todos mis sentidos despertaron.
A veces, la felicidad se encuentra precisamente ahí, en las pequeñas cosas: un paseo, un sabor, un olor, una emoción, el placer de no tener prisa… y los recuerdos que regresan a través de nuestros sentidos.