La vida es como un bufé desplegado en medio de un jardín.
En él se dispone todo tipo de manjares fríos y calientes. Es preciso elegir. Saber primero qué es lo que nos apetece y tomarlo, o dejar que sean los platos los que despierten nuestro apetito.
Sin embargo, hay muchas personas que se satisfacen con mirar el jardín y recrearse en él hasta tal punto que, cuando sienten hambre, el bufé ya ha sido retirado. Hay otras que dudan demasiado de qué platos servirse y, cuando no les queda tiempo, han de engullir el que tienen más cerca. Hay otras que se preparan meticulosamente, se asean, buscan la mesa a que llevarse su comida y acaso también algunos compañeros, y van perdiendo su oportunidad…
La vida consiste en un banquete del que la mayoría se priva; la vida es un tesoro- el único- que no llegamos a poseer a fuerza de andarnos por las ramas.
Nuestra tragedia no estriba tanto en lo que sufrimos cuanto en lo que perdemos.
Porque la vida es la única oportunidad que se nos brinda, y se esfumará si nos contentamos con pedir o quejarnos, sin alargar la mano y arrebatar aquello que de veras nos tienta; si nos adormilamos como vírgenes necias que olvidan el aceite de sus lámparas.
Hay que estar en el jardín a la hora del bufé, que es siempre ésta. No hay que evocar jardines y bufés ya pasados, ni abandonarse a los que nos traerá el día de mañana, ni comparar los nuestros con los de los otros. Es necesario estar con el propio corazón en la propia casa y en el momento exacto. Da pena que muchos rebullan y se acaloren de modo tan incesante que no perciben que su bufé ya está servido. A caso el día en que dejen de apresurarse se den cuenta de que ya han llegado. Recuerdo una tarde en el Museo del Prado: un profesor conducía a un grupo de muchachos muy jóvenes. Les ilustraba con una prisa insensata sobre el significado de este o aquel cuadro. Dos o tres alumnos se rezagaron en la contemplación de uno que les atrajo. “Si os detenéis a mirar cada cuadro, no tendréis tiempo para ver el museo”, les gritó el profesor. Es eso exactamente lo que solemos hacer todos: por no pararnos a disfrutar, por economizar tiempo y deseos, dilapidamos nuestra vida. Por distraernos en tareas secundarias, llegamos al jardín cuando se han levantado los manteles.
En este tema no caben aplazamientos; nadie tiene seguro ni el día ni la hora en que lo expulsarán. La vida no es mañana; el amor no es mañana; lo trascendental nunca es mañana. Siempre es ahora, siempre es aquí. Cada minuto, irrepetible, exige su plenitud y su canción. Nadie alcanza a deshora sus manjares; el bufé se habrá quedado trasnochado sabe Dios en qué despensa. La vida no requiere preparativos; requiere sólo ser. El que más proyecta se queda siempre en tierra cuando zumba la sirena del barco que zarpa hacia el mar. Si uno va a un restaurante, no se come la carta; la usa para pedir. Las instrucciones de uso de una medicina nunca curan. Las jugadas más importantes son las que menos exigen ser premeditadas.
Porque estamos obligados a participar en el juego que llamamos la vida, cuyo reglamento no conocemos en sus nimios detalles, pero que en modo alguno depende de nosotros. Ella reparte cartas: el marzo entero es suyo. Y cada uno ha de jugar lo mejor que pueda con los naipes que le toquen. Inútil es lamentarse; inútil es perder el turno reclamado; inútil es tratar de jugar no con las cartas que repartieron , sino con las que uno habría querido tener, o soñó tener, y opina que deberían ser las suyas. Ese es el procedimiento más rápido de perder la partida, o sea, de perderse. La opción que se nos brinda no es si queremos jugar o no, no si preferimos unas carta a otras. Tenemos que jugar; la libertad reside en cómo: eso sí que depende de nosotros. Que la belleza del jardín no entorpezca la hora del bufé; que su olor no nos disuada de acercarnos en busca de más vida. Aquello que perdimos y aquello que aspiramos están, juntos, en nuestro interior.
Pero el bufé y el jardín no fueron pensados para modificarse a nuestro antojo o a nuestra conveniencia, como los naipes repartidos no pueden ser cambiados. La última realidad en que vivimos no es susceptible de ser ni rechazada ni aceptada; simplemente está ahí. Intentar huir de ella es como emplear los pies para escapar de nosotros mismos, y aceptarla es llover sobre mojado: ¿quién besará sus labios en un espejo helado? Lo que hay que hacer es mirar. Lo que hay que hacer es comprender: otorgar a cada cosa, a cada escalón, a cada persona, a cada plato, a cada flor, a cada atardecer, la importancia que tienen……Y ahí sí que es posible que erremos. “Estamos yendo en una dirección equivocada”, advirtió su acompañante al conductor de un coche. “No importa, le contestó éste, ¿no ves que estamos batiendo un récord de velocidad?”.Cuanto más grande sea la velocidad a que nos desplacemos, si la meta propuesta no es la acertada, más nos alejaremos del lugar donde somos separados, del lugar por el que desde el principio nos movimos: el jardín común en el que se haya montado el bufé de la vida. Porque ni la duración, ni la distancia, ni el tamaño son medidas de nada sustancial, sino meros productos de nuestra insuficiencia.
(A. Gala, escrito en “La casa sosegada” 1996 )
Momento musical: Don't Give Up - Peter Gabriel & Kate Bush
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