Hay días en los que Sevilla se da el lujo de ser ella misma sin pedir permiso. Esta imagen, tan habitual en estos días, lo expresa perfectamente: lo cotidiano y lo extraordinario se dan la mano con la naturalidad de quien ya se conoce de toda la vida.
Por un lado, el autobús urbano con su rutina de paradas, anuncios y prisas. Por otro, mujeres vestidas con sus trajes de flamenca —elegantes y orgullosas— que convierten el asfalto en pasarela improvisada mientras esperan, como cualquier vecina que pasa el bonobús.
Y es que aquí, cuando llega la Feria, no hay barreras entre la ciudad del día a día y la del albero y la fiesta. Todo se mezcla: la acera, el arte, la prisa y el azahar.
Me maravilla cómo en Sevilla la celebración no empieza solo cuando se pisa el Real. Empieza en casa, en la peluquería, en la parada del bus. Empieza cuando alguien se planta una flor en el pelo por la mañana y sale al mundo con todo el poderío.
La Feria no necesita permiso. Se cuela en la ciudad por todas partes. Y entonces sucede: cualquier día, en cualquier parada de cualquier calle sevillana, en medio del tráfico y los edificios modernos, de pronto te sorprende una escena como esta.
Y entonces sabes que ya ha empezado.
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